Comiendo verde
por Juan Viedma Vega
Aunque la aparición del animal en las manifestaciones culturales no obedece a una clasificación tajante -sin contar con los documentales-, son reconocibles, entre otras clases, dos: aquellas en las que los animales piensan y obran del mismo modo que los humanos, como en las fábulas y algunas películas infantiles (y no tan infantiles. ¿Quién puede olvidar Orejas Largas, la adaptación animada de la novela de Richard Adams, Watership Down?), y otras en las que su valor es simbólico y canalizan inquietudes humanas. El león, el águila o el pavo real gozan de especial popularidad a este respecto. Si aceptamos intromisiones de la fantasía, el unicornio encierra tantos significados que algunos se contraponen, según el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot.
Estos usos del animal como elemento artístico denotan el desinterés generalizado por la forma en que perciben y sienten el mundo, en contraste con nuestra obsesión por la comprensión de los sentimientos de otros seres humanos, evidencia de la naturaleza estratégica y pragmática de nuestra empatía, tan impopular en la política actual. Fuera de los escudos de armas, en la mayoría de las potencias económicas occidentales, como los países de la Unión Europea y en Estados Unidos, la publicidad y la alimentación ejercen una gran influencia en el valor iconográfico del animal, en función de si la tradición legitima aspectos como su domesticación o su consumo.
La gallina, el conejo, el burro y la vaca arrastran historias muy dispares: horóscopos, protagonistas de cuentos o iconos de lo sagrado o de la estulticia. Hoy podemos encontrarlos entre las páginas de los libros para niños y en los envases de varios productos alimenticios. En esta exposición, Montse Caraballo (1977, Sevilla) representa a estos animales en composiciones abstractas con sabor a rococó alucinógeno, o repara en su anatomía con delicadeza y su pequeño pincel en lienzos-joya que caben en la palma de la mano. Su propuesta de un nuevo contrato entre el ser humano y los demás seres vivos prescinde de estilizaciones. A su representación de la forma se llega a través de los ojos inocentes que presencian la crudeza y, a su paleta de colores, con coraje y sed de tierra.
El lienzo y el papel conviven en el sólido abrazo que garantiza la tradición de la Escuela sevillana. Esta no es la vaca de Theo van Doesburg; la figuración está concebida para apelar a las nociones más inmediatas y comprensibles de los objetos a los que hace referencia, ya que la misión de Comiendo verde es política. Caraballo no traduce las formas desde las apetencias de su sensorialidad, a la que se ve obligada a poner límites; lucha, más bien, por ofrecer aquella representación del animal en torno a la que hay un consenso, con la ayuda de un claroscuro pragmático que intermedia entre la economía visual y la inmersión del espectador en la gravedad del realismo figurativo.
Ya lo demostró en trabajos anteriores, como El fugaz punto de maduración: la formas, analizadas y extrapoladas meticulosamente al papel sólo con un bolígrafo, pueden integrarse como teselas de un collage simbólico que alude a verdades que se han visto invisibilizadas por su nuevo y artificial contexto cotidiano. La reubicación de estos animales en mosaicos de cristal que desafían la lectura lineal y las convenciones espaciales les exonera de su cargo como animales de granja automatizados y al servicio de nuestro provecho. Estas extrañas constelaciones están enmarcadas en el blanco desnudo y sincero que nos remite a las páginas de los códices medievales, en los que el uso de la representación pictórica no dista tanto de la escritura, y el blanco de la hoja, la expresión más inmediata del material, es funcional. Sencillamente, Montse Caraballo ubica al burro, al conejo, a la gallina y a la vaca en una dimensión gráfico-plástica habitualmente relacionada con la eternidad y la liberación espiritual, acaso porque el colapso climático se vierte con más facilidad en nuestra imaginación que la emancipación de los animales o la regulación de la ganadería.
La presencia de la muerte cumple un papel silencioso en la obra. Aunque mentada de manera conservadora mediante alusiones puntuales a la vanitas, la muerte de los animales que rescata Caraballo es orgánica, respetuosa y resultado de los procesos naturales. La denuncia se efectúa sin conferir protagonismo a las torturas por las cuales toma forma la desigual relación actual entre humanos y animales, lo que solicitaría un tratamiento exhaustivo e interdisciplinar para tener alguna repercusión social más allá de la provocación gratuita. El fundamento del acto subversivo es la visualización de un nuevo mundo, y no la del sufrimiento; y, para ello, es necesario narrar una nueva concepción de la muerte, coherente con la vida que desea para el burro, la gallina, la vaca y el conejo, materializada con la representación de sus cráneos. Confirmación de la desigualdad en el pasado, los cadáveres de los animales se desenlazan de las granjas y de las dinámicas de explotación que tienen lugar en ellas y pasan a ser recordatorios del final que todos los seres vivos compartimos.
¿Qué papel desempeñará nuestra relación con los animales, las plantas y el medioambiente en la política del futuro? ¿Qué imaginario debe acompañar a las nuevas propuestas políticas? ¿Cuáles son los límites de nuestra empatía, y de dónde vienen? En corto, las respuestas no parecen amables. La artista formula estas preguntas en un momento de desazón social definido por otras preocupaciones que alejan del plano mediático y del poder institucional la regulación de la ganadería, el desarrollo de medidas de consumo sostenible o la lucha contra el cambio climático. De no ser por quienes cuestionan el cuchicheo y la tertulia que pasan hoy por política, los resortes necesarios para reconducir el debate social se antojarían remotos e impensables.
Caraballo ha cruzado una frontera incómoda, la del rescate de lo aparentemente inútil, lo aparentemente naíf o poco pertinente; la detección en su marginalidad de síntomas de las afecciones sociales que definen nuestro tiempo. Comiendo verde es la imaginativa redención de aquellos animales cuya dignidad linda con nuestra voracidad. ¿Instrumentaliza la artista a los animales para articular sus reflexiones sobre la empatía? ¿Son, una vez más, solo símbolos? El silencio perenne que unifica sus obras, que entrega todo el espacio a sus presencias insondables, revela que Caraballo, al contrario, sabe que su trabajo no debe caer en ninguna de las dos clases que mencionamos al principio. Cualquier homenaje a la vida, incluso la de aquellos seres que no comprendemos, pasa por asumir tanto su inmensidad como su pequeñez.
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